La recepción favorable que en muchas filas psicoanalíticas han obtenido las llamadas teorías del género, llama a una reflexión acerca de las ventajas que ofrece esa incorporación a nuestra práctica, así como a una indagación que pretendemos cuidadosa respecto al costo que el ensamblaje así creado le puede infligir a nuestra disciplina, y en particular a algunas de las herramientas que han dado sustento a su teorización desde los tiempos de su fundación por Freud.
Entre los pros de las nuevas adquisiciones mencionamos ante todo la ampliación del campo de influencia de la clínica a un espectro creciente, -últimamente proliferante- de fenómenos que atañen fundamentalmente a las diversas posiciones que pueden adoptarse respecto a la sexualidad, y que han terminado por agruparse en la sigla LGTBI, etc. Agrego deliberadamente este último complemento, etc, porque significa “lo que queda por decir” (RAE), que en nuestro caso abarca una lista de tal magnitud que bien podemos juzgar inacabable. Pero al mencionarlo, topamos inmediatamente con un real que no podemos eludir, y es precisamente el de que no todo puede ser dicho, que siempre, y por razones de estructura, se dice menos de lo que se quiere decir. Si intercalamos allí un guion para abordar nuestro tema, concluimos que siempre somos no-todo hétero, no-todo gay, no-todo trans, puesto que, tratándose de sujetos, no hay universo, por minucioso que sea, que no deje fuera algo de lo singular, inasimilable a la clasificación que se quiera, así como a todo agrupamiento colectivo. A partir de esa singularidad, se abren dos caminos divergentes en cuanto a las posibilidades, no digamos de alcanzarla en última instancia -ya hemos señalado su irreductibilidad-, pero sí de anotar sobre qué bases puede entendérsela.
Se trata de la misma disidencia que puede pesquisarse al enfocar el tema de la sexualidad, por un lado, y el género, por otro. Hay, pese a las discrepancias, algunos puntos en común. La teoría de género impugna al sexo como algo natural, y lo considera como el resultado de una construcción histórica, asimilable a categorías tales como la clase social o la raza, susceptible por lo tanto de ser deconstruido, enfatizando al mismo tiempo el modo de ser percibido o de percibirse a sí mismo como determinantes en la posición que se adopta al respecto. Estas teorías se apoyan originalmente en las aportaciones de Foucault, incluyendo sus críticas al psicoanálisis dirigidas a que éste preconizaría la heteronormalidad, subsidiaria de los aparatos de poder propias del patriarcado. Freud por su parte y mucho antes, rompe, sin abandonarlo del todo, con el determinismo biológico al descartar el término instinto y sustituirlo por el de pulsión, siempre parcial, polimorfa, básicamente autoerótica y por lo tanto no afectada en principio por la diferencia sexual. Por ello se establece tempranamente que, al estar su objeto no predeterminado, la elección puede orientarse de modo indistinto con respecto a los sexos o a las formas de obtener la satisfacción. Para ello cuenta además con otra peculiaridad, en cierta forma opuesta a la anterior: la de ser notoriamente plástica. Se puede contrastar esta postura con lo que también hay que reconocer en Freud, cuando propone una solución ‘standard’, heteronormativa, para la salida del Edipo, si bien nunca lo hizo de una manera absoluta. Porque además de esa formulación decisiva sobre la irrelevancia del objeto en la pulsión, decía expresamente (1905, nota de 1915) que en la homosexualidad no veía ninguna anomalía y que intentar modificar esa preferencia sexual sería tan difícil como la contraria: lograr que un hétero se volviera homo. (Véase al respecto la conocida carta de Freud a una madre norteamericana que lo consulta sobre su hijo homosexual, diciéndole que esa condición no constituye ni vicio ni degradación alguna y que no se la puede clasificar como enfermedad sino como una variante de la función sexual. Se sabe además que Anna Freud trató de impedir que una periodista publicara esa carta [Braunstein]). De manera que pese a las derivas que tuvo entre sus epígonos, es muy forzado atribuir a la obra de Freud una defensa del patriarcado o de las actitudes normativas, en lo que atañe especialmente a la sexualidad, a las posiciones sexuales que se adoptan, a la variedad de elecciones de objeto en concordancia –o no- con esos posicionamientos. He destacado en itálica la obra de Freud y no sus posturas personales; aunque la cita recién mencionada de una correspondencia personal nos hace ver que en términos generales adecuaba sus opiniones a lo que el psicoanálisis le había develado. En rigor de verdad, el psicoanálisis, con la pulsión y el carácter contingente y aleatorio del objeto, es el primero y el más contundente en haber derribado todas las barreras que constreñían al sexo ‘normal’, normativo más bien, a los estrechos límites de las relaciones heterosexuales abriendo así la puerta y admitiendo la extensa variedad con que puede manifestarse la sexualidad en los seres hablantes.
En ambas teorías, el posicionamiento sexual es el resultado de un proceso cuyo final no está previsto de antemano. Como con respecto al síntoma o a la neurosis, es solo una vez constituídos que podemos rastrear, retrospectivamente, las condiciones o raíces que le dieron origen, mientras que el conocimiento de las premisas tempranas no permite augurar ni predecir las formas acabadas que adquirirán después. Es importante, hoy más que nunca, tener presente esta aclaración freudiana (1920), en un tiempo en el que algunas corrientes preconizan ante signos tempranos de discordancia subjetiva con la propia anatomía, la premura en definir un sexo, incluyendo la asignación de uno u otro, con intervenciones químicas, quirúrgicas o asistenciales que se consideren correspondientes.
Ahora bien, mientras la teoría de género hace hincapié en las identificaciones, la de Freud enfatiza además las vicisitudes de la pulsión, continuadas por Lacan con la teoría del goce. Al poner el acento sobre las identificaciones lo pone al mismo tiempo sobre la composición misma del yo, siempre inclinado a engañarse respecto a que lo que sostiene en términos de identidad está en estrecha correlación con el Ideal, es decir, con las directivas y calificaciones impartidas por el Otro, siempre en línea directa o indirecta con el discurso del Amo en sus versiones contemporáneas. Esto marca ya una discrepancia irreconciliable con el psicoanálisis, desde cuyo discurso específico Lacan calificó a aquél como “El reverso del psicoanálisis”, (Lacan, 1969-70).
En el artículo cuyo centenario rememoramos, La organización genital infantil (Freud, 1923), se consigna una especie de «acta de defunción» de la fase genital [U1] para entronizar definitivamente en su lugar la fase fálica, válida para ambos sexos y decisiva de allí en más para la determinación de las posiciones sexuales ulteriores, tanto masculina como femenina, y por lo tanto esencial para todo lo concerniente a la diferencia sexual. Pocas piezas del vasto legado freudiano han sido, por sus epígonos, tan tendenciosamente ignorada -o combatida- en aras de restablecer, sea biológica, sea bíblicamente (pero torciendo astutamente el mito del Génesis), la sacrosanta división natural entre el hombre y la mujer. Montadas en la ignorancia o en la deformación deliberada del texto freudiano, cuando no descartándolo como una pieza obsoleta, proliferaron muchas corrientes psicoanalíticas, por bastante tiempo mayoritarias y blandiendo el apellido del fundador, dispuestas a adecuar al psicoanálisis a una doctrina de moralidad, buenas costumbres, sensatez y madurez normativa, y llevándose puesto entre otras cosas nada menos que la teoría de la castración. Esta desviación fue tenazmente combatida por Lacan desde sus comienzos, asociándola con el término de oblatividad, solidaria de una pretendida genitalidad[1] (Torres, Morales). Aquellas tempranas orientaciones del movimiento pos-freudiano aspiraron a descartar una diferencia sexual basada en lo fálico; (el adjetivo reemplazó progresivamente en Lacan al correspondiente sustantivo, más allá de que en el artículo recién citado Freud emplea el último: “Por lo tanto, no hay una primacía genital, sino una primacía del falo”, ˝Es besteht also nicht ein Genitalprimat, sondern ein Primat des Phallus”, op. cit)-. Además, se había pasado por alto que el Falo como significante no designa un objeto sino una falta, y que es a su vez el nombre que designa la falta que horada el cuerpo de la madre, así como ahueca al Otro marcando el lugar de Su deseo, aunque dando al mismo tiempo la oportunidad de apalancarse en él para vérselas con ese enigma insondable de la oquedad del Otro. Naturalmente, hay modos distintos de procesar la falta, -pues tal ausencia es lo primero que debe destacarse en cuanto a las consecuencias de su función, y fue una de las razones por las que Lacan, con el cambio recién mencionado, prefirió hablar de función fálica. Esta caracterización bastaría para diferenciar al falo del pene, una distinción que también tendió a borrarse o a confundirse nuevamente, acorralando así a la castración hasta reducirla a una puerta de salida edípica para el varón y de ingreso para la nena. Ciertamente, esta última formulación en nada contradice a lo postulado por Freud, quien incluso insiste en que no han de juzgarse, ni siquiera como precursores, a las experiencias del destete o de la evacuación de las heces, sino que esos cortes habrán de adquirir el valor de antecedentes a consecuencia, après-coup o nachträglich, de la angustia de castración, una vez alcanzada la fase fálica. Igualmente es preciso reconocer que Freud no hace una distinción explícita entre falo y pene, y que más bien los equipara en buena parte de su obra. Habrá que esperar a Lacan para que esos dos términos se separen definitivamente, sugiriendo incluso una inversión en el orden de las sustituciones respecto a las que deducimos de una lectura directa de Freud, quien consideraría seguramente que el falo es un representante del pene, mientras nosotros nos inclinamos por la ecuación precisamente opuesta, es decir, el pene -y solamente en estado de erección- es un representante del falo, así como puede incluso serlo el cuerpo de la mujer. Aun respetando esta fidelidad a la letra del texto freudiano, es imprescindible cotejarlo con otras de sus formulaciones, cotejo del que pueden autorizarse otras perspectivas. Así, si nos detenemos una vez más en el historial de Juanito, lo primero que se destaca es la convicción del pequeño, antes aún de haber tenido una verdadera confrontación empírica con seres en los que ese atributo falta, acerca de la universalidad del hace-pipí, atribuyéndoselo incluso a los seres inanimados. Freud no duda en hacer extensivo esa curiosa hegemonía de la tenencia fálica a los niños en general, de uno y otro sexo, aun cuando en relación a este punto se deriven entre uno y otro, deducciones diferentes. De tal observación y de su generalización, arribamos a una de las definiciones posibles del falo que implica ya un carácter diferencial con el órgano: el falo es la premisa acerca de la existencia universal del pene. Es esta una deducción teórica, simbólica, y como premisa, antecede y programa en una sola dirección todo lo que la observación empírica habrá de deparar. Ahora bien, el estatuto significante del falo le destina una función de pura diferencia: nadie es el falo, nadie lo tiene efectivamente, y su ubicación se da en principio a título atributivo, es decir, como una función que alterna su lugar según los distintos momentos del desenvolvimiento edípico -básicamente de la madre al padre- antecediéndola incluso como una instancia tercera en la relación primordial con la madre. Se vuelva a constatar así, que los posicionamientos sexuales no derivan de una esencia masculina o femenina que pretendiéramos basar, sea en un suelo biológico, sea en el conjunto de rasgos masculinos, femeninos, intermedios o indeterminados, es decir de semblantes, donde se asienta la identidad de género respondiendo a combinatorias identitarias con ciertas figuras idealizadas o discursos igualitaristas de actualidad, que llevan en su enunciación, el ya mencionado empuje a lo mismo. De lo que se trata es de imponer una modalidad de goce para todo el mundo, borrando en este punto, como veremos, la cuestión de fondo, la de los goces en juego, donde se dirimirán finalmente los basamentos últimos e irrebatibles de la diferencia sexual, y de alguna otras.
Hay que trazar aquí un puente con el importante capítulo de las teorías sexuales infantiles, nacidas todas ellas de los encuentros de goce, frente a los cuales, el niño ha comprobado que el Otro no da respuesta alguna pues no hay en él un saber que pueda brindar orientación de ningún tipo. Apoyado solamente en sus propias vivencias corporales, particularmente en el ejercicio de las pulsiones parciales en torno a las zonas erógenas y obedeciendo invariablemente a la premisa antes mencionada, llega a la conclusión de que la diferencia de los sexos se establece según la dualidad fálico-castrado. Subrayo que, aunque los nombres respectivos son obviamente elegidos por Freud, esta partición es producto de una teoría sexual infantil y no una teoría psicoanalítica, como con tanta ligereza se insinúa a veces, lo que haría de esta última, tendenciosamente, una construcción delirante. Los términos involucrados deben ser traídos al debate, pues es puntualmente sobre ellos, más que sobre cualquier otro, que se ha tendido el manto de olvido -o de oprobio- con el que las teorías de género han barrido las piezas centrales de una disparidad sexual sustentada en hechos de la clínica y en deducciones conceptuales rigurosas, apoyadas por una lógica que las provea de una base firme. Naturalmente, tales conceptos han robustecido su estatuto y su condición de piezas insustituibles del edificio analítico mediante el rescate y la fundamentación efectuados por Lacan, extrayendo en primer lugar a la castración del sitio edípico y predominantemente imaginario en el que la había dejado Freud. La ampliación propuesta es solidaria de la aplicación de los registros SRI al legado freudiano; con ellos, la castración es remontada hasta hacerla coincidir con la pérdida de goce infligida por la captura del viviente por el lenguaje. La elevación del órgano a significante, el Falo, no solamente captura también a los sujetos que carecen del órgano, sino que se instaura como el significante de la castración, que abarca desde la falta del deseo hasta el goce que se califica precisamente como goce fálico. Por cierto, esos pasos de Lacan lo llevan al mismo tiempo a ir más allá de Freud, tanto en lo que acabamos de decir como en lo que está allí implícito, es decir, que la castración (simbólica) no es obra del padre, ni de ningún agente en particular, sino del significante y su implantación fundante. También la noción de goce es algo nuevo introducido por Lacan, aunque como siempre, y aún diferenciándose, con una referencia considerable a la pulsión y sus características ya establecidas por Freud: ella es siempre parcial, autoerótica y perversa polimorfa, y lejos de progresar hacia una pretendida madurez genital, conserva esas cualidades en la vida adulta, en cuya sexualidad y en virtud de su plasticidad, intervendrán indiferentes a la partición de los sexos y en su disidencia de base respecto al principio del placer. El trayecto de la pulsión desde la fuente hacia su satisfacción, consiste en un ida y vuelta cuyo punto de giro es el objeto al que no alcanza, sino que lo falla al rotar en torno a un punto de vacío donde Lacan (1964) aloja una invención crucial de su obra que es el objeto a. Este actúa como falta causando al deseo, y como plus-de-gozar (Lacan, 1968) principalmente del lado de la pulsión. De la conjugación de los términos mencionados deriva la fórmula “no hay relación-proporción sexual”: más allá de que la atracción de los amantes no es ajena a la asignación de género siempre impartida por el discurso del Otro, incluyendo la que se desprende de la resolución edípica en cuanto a lo que se debe hacer como mujer o como hombre (Lacan 1958), en el cuerpo a cuerpo sexual solo hay cópula fálica, goce perverso polimorfo y un partenaire que se reduce al objeto a, cuya falta causa el deseo que atiza la atracción que acerca mutuamente a esos cuerpos. Otra importante distinción introducida por Lacan es la participación indispensable del Otro en la conformación de la pulsión, quizás rastreable, si se busca un antecedente en Freud, (1905), en la noción de apuntalamiento, aunque se trata de enfoques muy diversos, ya que en Freud remitiría al campo de la necesidad, mientras que en Lacan ésta ha sido radicalmente transformada en su obligado pasaje por el significante, el Otro precisamente, para dar lugar al concepto de demanda. Este Otro interviene como formando parte, junto con el objeto a, y la imagen del cuerpo, del partenaire, siendo el primero el que, además de haber jugado el papel central en la constitución del sujeto, despliega en el discurso social las ofertas identitarias, siguiendo menos los ideales más bien enflaquecidos de nuestro tiempo, que el dictamen igualitarista de la ciencia y del discurso capitalista con su consigna del para todos. Detrás del reclamo por la igualdad de derechos, deseable y legítima en todos sus aspectos, se cuela también ese empuje a lo mismo que barre en su acometida las diferencias de los sexos, forcluye la castración y promete colmar las pseudofaltas subjetivas así creadas, con la oferta hipertrofiada y vertiginosa de objetos (gadgets,adminículos varios) de la tecnociencia, que, a la manera de objetos a artificiales, condensaría el tipo uniforme de goce del consumo.
Esa uniformidad pretendida se rompe de una manera realmente efectiva al confrontar el mundo de los semblantes con los goces que les subyacen. Empezando por el destino de desigualación que conlleva lo femenino, en tanto mantiene dentro de sí, este fuera de sí, esta singular extimidad que la vuelve extraña para ella misma y habilita al mismo tiempo el acceso a un goce suplementario con respecto al regido por la función fálica. Por cierto, esta división que la atraviesa, que la hace Otro para ella misma, no es la misma que la que la constituye como sujeto dividido, $, y que comparte con todos, sino la que deriva de esta bifurcación de los goces que la fija por un lado en las filas del Padre, del Uno, del goce fálico, -ese es el punto en común y que la incluye con todos-, y en otro lado, no complementaria sino suplementariamente, la excluye, la suelta en esa desmesura inefable y enigmática del goce del Otro. “No es porque ella sea no-toda en el goce fálico que no lo está en absoluto. Ella está allí no no del todo. Está allí plenamente. Pero hay allí algo más”, (Lacan 1973, p.69). Finalmente, no hay otra identidad sexual que la del modo de goce: todo o no-todo fálico, y son esas opciones las que deciden la posición sexual de los sujetos, abarcando esa vasta variedad que puede adoptar hoy en día, incluyendo también su sujeción al significante que lo hace hablante-ser, que lo hace sujeto del inconsciente donde impera el discurso único, que conoce solamente el Uno, el Uno fálico, y que, estructurado precisamente como un saber, no sabe sin embargo nada del Otro del goce. Entre esos dos modos de goce no hay relación alguna posible; el “no hay relación-proporción sexual” alude precisamente a ese imposible, de manera que no hay relación de sujeto con otro goce que no sea el del síntoma. Así, la diferencia sexual desde Lacan, no radica ni en la anatomía ni en lo cultural, sino en una lógica del goce y la de una partición que él denomina sexuación.
La diferencia sexual, concebida desde una teorización verdaderamente consistente, es, junto a otras nociones aledañas, imprescindible para una fundamentación psicoanalítica sustentable. Castración, falo, sexualidad infantil y sus teorías, estructura, sujeto, y hasta el mismo inconsciente, conforman el conjunto de lo que bajo la influencia de las teorías de género no suficientemente discernidas de la nuestra, se encuentra amenazado de disolución o de olvido, y en camino de configurar un psicoanálisis que habrá perdido u olvidado las piezas basales de su construcción.
REFERENCIAS
[1] «Es por haber confundido esas dos parejas por lo que los legatarios de una praxis y de una enseñanza que ha deslindado tan decisivamente como puede leerse en Freud la naturaleza profundamente narcisista de todo enamoramiento (Verliebtheit) pudieron divinizar la quimera del amor llamado genital hasta el punto de atribuirle la virtud de oblatividad, de donde han salido tantos extravíos terapéuticos» (Lacan, 1956, p. 47).
[U1]no se sigue manteniendo para la adolescencia.
Bibliografía
Braunstein, N. Goce, Siglo XXI, 2007
Freud, S.: - (1905) Tres ensayos sobre una teoría sexual, AE 7
- (1915) Pulsiones y destino de la pulsión, AE 14.
- (1920) La psicogénesis de un caso de Homosexualidad en una mujer, AE, 18.
- (1923) La organización genital infantil, GW XIII, AE 19.
Lacan, J.: (1955-56) El Seminario, Libro 3, Las psicosis, Paidós, 1984.
- (1956-57). El Seminario. Libro 4, La relación de objeto (1994.a ed.), Paidós.
- (1958) La signification du Phallus, en Écrits, Seuil, 1966.
- (1962-63) El Seminario, Libro X, La angustia, Paidos, 1996.
- (1964), Le Seminaire ,Livre XI, Les quatre concepts fondamentaux de la Psychanalyse, Seuil, 1973.
- (1969-70) El Seminario, Libro 17, El reverso del psicoanálisis, Paidos, 1992.
- (1972) El atolondradicho, en Otros escritos, Paidos, 2012.
Torres, E., Morales: (2023) Che vuoi? Revisiones lacanianas, Vol II (de próxima aparición). La docta ignorancia, Bs. As.
Autor
Enrique R. Torres, APC
Descriptores: SEXUALIDAD / PSICOANALISIS / GENERO / FREUD, SIGMUND / FALO / CASTRACION / LACAN, JACQUES / TEORIAS SEXUALES INFANTILES / PULSION / OTRO / GOCE
Directora: Mirta Goldstein de Vainstoc
Secretario: Jorge Catelli
Colaboradores: Claudia Amburgo, José Fischbein, María Amado de Zaffore
ISSN: 2796-9576
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