Dolor Psíquico y duelos
Agosto 2020 - ISSN 2796-9576
Ensayos psicoanalíticos

Escrituras de la melancolía

Alicia Killner
Alicia Killner

Así como el animal conserva la verdad de las cosas sensibles devorándolas,

es decir considerándolas como nada,

así el lenguaje custodia lo indecible diciéndolo.

Giorgio Agamben, “El lenguaje y la muerte”

¿Por qué se matan las poetas? ¿Es que escribir las mata? o tal vez la salva de no morir antes.

Ellas se encuentran como paradigmáticas mujeres en esa cruel encrucijada entre el amor y la angustia y tienen la escritura.

Allí se internan en el mar con sus bolsillos cargados de libros-piedras, o se toman el elixir del dulce sueño que evocaron, o se disparan pistolas de nácar, o bien se respiran la fresca brisa que brota del horno apagado.

Tiempo atrás, se hubiera dicho suicidio y luego casi adjuntado, psicosis, porque por entonces el psicoanálisis se emparentaba con la moral (lo cual aún ocurre, aunque no debería), y ésta con la religión, y por lo tanto matarse era (y es) un pecado contra la voluntad divina. Trampa mortal de diagnóstico posterior: había sido psicótico sin que nadie lo supiera. Claro que tal pretensión universal no contemplaba (y no por insuficiencia sino por inconveniencia) los casos heroicos, los sacrificiales, o la decisión profundamente humana de decidir si resistir o no males mayores, como aquellos que produce una larga agonía, agonía que no se ata a realidad que no sea singular.

Acting si no se consigue, pasaje al acto, si se lo consigue, acto sin fracaso si, a más de obtenerlo se puede estampar en él la firma del sujeto.

Si se es un guerrero nipón, rebelde y homosexual, poeta y escritor (y hablo del seppu-ku de Mishima) su muerte no tiene el mismo cariz que la de un anciano arrojado bajo las ruedas de un tren de suburbio, ni el de la ingesta de un Valium al mayoreo lavada con carbón activado de una guardia de hospital. Sin embargo, todo cae en la común denominación de un lecho de Procusto llamado suicidio.

Ramos Mejía, psiquiatra argentino de fin del siglo XIX, prefiere hablar de ¨la tentación del suicidio¨. Tentar, probar en grado de tentativa, es intentar, pero también insinuar, invitar con esa deliciosa ambigüedad que implica ignorar sobre quién recae el acento si sobre el sujeto o sobre el objeto, tentar a la muerte o bien dejarse tentar por ella, seducir o ser seducido.

El costado más caro al corazón psicoanalítico es aquel por el cual la tentación se enlaza con el deseo. Tentación del suicidio como el acto de desear la muerte, amarla y hacer de ella la causa de su escritura, o bien en la vertiente de la voz pasiva, ser el objeto que tienta a la mismísima parca. Sobra decir que las tres parcas, ¿la que hila, la que teje y la que corta el hilo son ellas también féminas? Para Freud ellas son la madre, la mujer y la muerte.

Ellas, nuestras poetas, viven tentadas, y alrededor la escritura de su tentación se hace letra, tema y también firma.

Suicidio: un problema filosófico

No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Con esta frase Camus, abre su reflexión en El mito de Sísifo.

Tiempo después, y de un modo ya anticipado por la aparición de este libro, en La condición humana, Malraux, relata el suicidio heroico de un grupo de prisioneros políticos durante la revolución china. No es casual la elección de este título para emparentar la decisión fatal con la esencia de lo humano. No se trata de psicopatología: nada de duelo y melancolía, nada de prevención ni de cura, sino la cuestión de decidir filosóficamente hasta qué punto la vida vale la pena.

Como se suele decir si tal o cual cosa vale la pena, uno se detiene bastante poco en la literalidad de la expresión y se toma como un mero sinónimo de algo así como el sentido de la existencia. En su expresa literalidad valer la pena no puede dejar de resonar como el precio fuerte que se paga por el hecho de vivir, la pena, el dolor de existir. No la alegría de la vida, más bien escasa y puntual, sino el dolor, la penuria cotidiana que se carga sobre los hombros como la piedra de Sísifo.

Galileo, nos recuerda Camus, abjuró de su más preciada idea a cambio de su vida. La teoría acerca de qué gira alrededor de qué, si el sol o bien la tierra le pareció demasiado baladí para entregar su vida a cambio. Otros, se hacen matar por sus ideas, o por la libertad o por la patria, por aquello por lo cual, para ellos, la vida efectivamente hace sentido.

 “El suicidio es un acto que se prepara en el silencio del corazón como una gran

obra”, nos dice Camus. Es difícil discernir un acto de locura de un rapto de lucidez y es inútil desgañitarse averiguando las causas de un suicidio, las más aparentes no suelen ser las más eficaces. Hay suicidios patéticos, los hay heroicos, así, no hay suicidios, sólo hay suicidas.

En principio quien se mata, toma conciencia de aquello que todos sobrellevamos sin pensar, de la existencia, que se vive por hábito.

Esfuerzo, más o menos vano, sacarnos de la rutina de hacerlo todo sin pensar. La propuesta religiosa de dar sentido no resulta menos narcótica que la costumbre, ni pretende ser más reveladora. Lo que sí podría descubrir, en una segunda lectura, es la intuición de que cuestionarse demasiado el sentido, no puede sino ser peligroso. El pensamiento mina, agujerea el sentido. Ese gusano envenena.

Preguntarse, entonces si la vida vale la pena, hiriendo la tersura de la inercia del vivir sin saber (que se vive), funciona como el hecho de poetizar. La poesía es peligrosa, porque es un juego que no puede sino romper la rutina. La verdadera poesía interroga, al igual que el tentado de suicidio, por el sentido. Ella no responde a los enigmas de la vida, sino que ella misma es el planteo de un enigma, ¿qué es poesía?, dice Gustavo Adolfo, con esa gracia, que se tornó en comicidad, pero que no por eso anula el poder de la pregunta, ¿acaso un golpe de dados podría anular el azar? pregunta Mallarmé a ese otro poderoso enigma que es el azar.

Poco habrá más misterioso que el suicidio, nada invita tanto como él al chismorreo, a la fisgonearía y toda otra forma más o menos sutil y encubierta de voyerismo. Biógrafos, literatos y público en general se dan cita en las conjeturas derivadas de los últimos días de la víctima (por mano propia). Los amigos y conocidos intercambian sus fragmentos que, como preciosas gemas separadas de la joya que les diera origen, forman ese imposible rompecabezas que es la voluntad de morir. Se intuye vagamente que nadie sabía todo (como si todo pudiera ser sabido) como si una causa pudiera dar cuenta de la cuestión de una vez y para siempre. En auxilio de la ignorancia, la psicopatología corre con sus obturantes nominaciones: depresión, melancolía, (“neurastenia”, lo llamaba en su finisecular lenguaje Alfonsina). Un lenguaje médico más moderno no revela más que la antigua nomenclatura ni resulta más afín con el misterio que la muerte produce. La nominación, elevada a la dignidad de la causa, en esa disciplina que se pretende ciencia, se coloca en las antípodas de la poesía. La ciencia responde, la poesía y el pensamiento interrogan.

El enigma de la poesía y el misterio del suicidio, como perforantes de un apaciguador aparato simbólico se cortan en el infinito imaginario.

 La poesía, también ella, estira los límites de lo simbólico hasta hacerlo explotar, y altera las normas consuetudinarias del uso del lenguaje para obligarlo a decir lo que él siempre calla, no porque el lenguaje silencie un saber, al modo del secreto, lo que pudiendo ser dicho no se dice, sino porque de eso, eso de lo que no habla es justamente de lo que no hay palabras para decirlo.

El sesgo nominativo.

Tenemos allí un escrito, por una parte y por otra el hecho consumado de una muerte voluntaria que, afortunadamente no nos vemos tentados ni estamos obligados de evitar. La muerte en la escritura se espeja en la muerte real que le ha sobrevenido. Es posible leer una sin la otra. Ignoramos si existe entra ellas alguna continuidad o si pertenecen a registros bien diferentes. Por momentos parece un juego engañoso, y perverso y sin solución. Es como si estuviéramos en presencia de una obra más que completa, completada a partir de una referencia “real” con una sencilla solución: la muerte es posible (¿en qué registro?), la poeta habla de ella todo el tiempo y finalmente llega el momento de su realización, por lo tanto, se trata de una poesía de un orden sígnico? donde tautológicamente la muerte es la muerte? como un cartel que en la ruta dijera PARE. Tautología poética, donde la muerte es la muerte, y punto. No todo es tan lineal. Si la poesía tiene algo que la hace inconfundible es su carácter no de signo sino de significante, o sea de productor de significación, más aún de productor infinito de significación(es) y la muerte, con su significación cero, también sabe de la infinitud de los sentidos que ella es capaz de despertar.

La muerte en la poesía es, entre otras cosas, bella, porque logra disimular su dimensión verdadera, haciéndose aún más verdadera en la ficción que el artista hace de ella. La linealidad se vuelve sinuosa desde el principio, escribir es mentir y decir la verdad al mismo tiempo donde ese esfuerzo que está implicado en la poesía dice de lo último que puede ser dicho sobre cada cosa que se dice, no último, claro está, en un sentido cronológico, como podrían ser “las últimas palabras” sino más bien, desde una perspectiva lógica de hablar o escribir en el borde de la cosa, en el filo mismo de la navaja.

La poesía deja claro que siempre dice de aquello que no se puede decir, no es el arte de lo decible precisamente sino, como siempre, el arte es de ese orden de indecible. ¿Por qué creerse entonces que la muerte es una mera referencia a sí misma?  Porque las poetas se han matado, al menos así parece.

La obra parece entonces no sólo metáfora poética sino una especie de palabra empeñada, en ambos sentidos del término, comprometida y encaprichada. Una suerte de compromiso que se desprende de la obra, que se vuelve prácticamente irrenunciable, como si se tratara de un camino sin retorno de un juego peligroso que no puede sino acabar de esa manera. Hay una dignidad en la muerte que se desprende del poema, una cita obligada y un ideal a ser cumplido porque si no la obra no alcanza el absoluto que pretende, no se enlaza “lo suficiente” con lo real

¿Sería posible entonces imaginarse a una Alejandra anciana, dirigiendo una cátedra en la Universidad de donde fuera, o bien a una Alfonsina sosegada por los años cuidando de sus nietos?  O a Anne Sexton olvidada de su belleza y de su seducción.

El Sol negro del poema de Novalis.

En su libro “Sol Negro, depresión y melancolía”. Kristeva intuye en la melancolía una doble negación., por un lado, la oposición a dar por perdida la Cosa y por el otro lado una negativa a reemplazarla con palabras.

Kristeva se concentra en la falla o en la insuficiencia del significante para lograr una compensación y elabora una teoría de leguaje que hace pie en la diferencia entre narrar y poetizar.

“Yo he perdido, menta Kristeva, un objeto indispensable que resulta ser en última instancia mi madre, parece decir quien narra, afirma Kristeva, pero no, la reencuentro en los significantes o más bien porque acepto perderla, no la perdí, puedo recuperarla en el lenguaje”.

El poeta redobla la denegación, la suspende y se repliega con nostalgia sobre la cosa en pérdida que paradojalmente no puede darse por perdida. La negación de la denegación sería así el mecanismo de un duelo imposible, aquel que instaura una tristeza insoportable y un lenguaje propio, una otra lengua escindida de ese fondo doloroso inabordable por el significante.

“El poema sublima un vacío depresivo”, afirma María Negroni, pero no es vacío lo que se sublima, lo que se sublima es la pulsión, no la de muerte sino sólo la pulsión a secas cuando en el camino total de su recorrido en torno a su objeto siempre termina por volverse reflexiva sobre el propio sujeto. El poema, en esa tensión entre la tristeza y la exaltación significante, da con el rostro admirable de la pérdida a la que a veces llamamos belleza.

Avisos fúnebres

Escrito por el año veinte, unos dieciocho años antes del final, y cinco antes del diagnóstico de cáncer, enfermedad que, según la creencia general, precipitó la decisión drástica de Alfonsina Storni, el poema breve revela el secreto de quien curiosea en las necrológicas del diario en la búsqueda de un develamiento del misterio. Sin embargo, nada se devela en la simple lectura de una nómina fatal pero seguramente ajena hasta que el propio nombre se entremezcla allí donde nunca nos será posible verlo. justamente porque cerrar los ojos es la condición ineludible de la pertenencia a esa escritura.  El poema logra ese imposible, asistir la muerte propia, estar por fuera y por dentro de esa cosa inexpugnable que nos determina claramente a un lado o al otro de una línea nada imaginaria. 

Al lado de pequeñas cruces negras

anclas echadas en finales puertos

yacen los nombres de los muertos

del día horizontales

como muertos reales

enorme ahora, sobre el papel frío

junto a las cruces bailotea el mío

Bailotea aún pero no yace el horizontal cuerpo y nombre de quienes ya no tienen más que nombre, pero tampoco nada menos que eso. Se trata de una lista, la de los muertos de los fúnebres avisos. El poema en su grafía evoca la escritura de una lista (esa es su dimensión vertical), como una lista del mercado. Fuera y dentro de la lista se encuentra el nombre propio, que bailotea preanunciando su caída, y la fijación quieta y definitiva en letras de molde sobre una superficie que, como el frío de la muerte es aquí: papel frío. Enorme, la grafía del nombre, evocando su ausencia definitiva. Las letras de los nombres sustituyen y emblematizan los cuerpos, como la letra en el poeta sustituye al deseo, tomando su exacto lugar, que un deseo de escribir, nada debe distraerlo, sólo escribir es preciso. Arrastrar o dejarse arrastrar hacia la muerte amarrada a un nombre mortífero que pugna por inscribirse entre esos otros de ese más allá del papel.

La cruz, ese elemento de tortura antiguo elevado a la altura de símbolo, se convierte en símbolo del peso doloroso y resulta aquí marca de la muerte. La cruz, intersección vertical y horizontal remite a lo yacente, en un sentido y a lo vertical como ancla clavada en un fondo. La cruz se hace ancla, instrumento náutico, pero nada habrá de menos casual que la elección de los barcos como metáfora de los nombres de los muertos. Las naves que, fondeadas en puertos finales, dan por finalizado el viaje. Travesía de horizonte ilimitado por un mar profundo.

Escribir es preciso, vivir no es preciso. Habrá que morir para poder escribir finalmente ese nombre propio bailoteante entre naves yacentes para encontrar entre ellas su imposible lugar.

En la brevedad del poema radica su contundencia, como si fuera posible leer el diario del día siguiente, ese también breve viaje en el tiempo que, hábilmente explotado por la ciencia ficción, permite anticiparse a lo evitable algunas veces. Será también la posibilidad de ganar en las carreras de caballos o en la lotería, adelantarse al azar, no sólo evitándolo, sino sacando de él buen provecho, con la lógica del avaro. Pero leer el diario del otro día, es jugar a no ser contemporáneo de uno mismo, (por cierto, que el sujeto nunca lo es) y adueñarse de un conocimiento del futuro que está vedado al común de los mortales, que no pueden sino vivir en la angustia de ignorar lo que habrá de sucederles en el próximo minuto, por más “previsiones” que se crean capaces de tomar. La muerte no es mero azar, es absoluta determinación. Podrá serlo el motivo, o el día, la muerte es lo radicalmente inevitable, tanto que los antiguos llamaron mortales a los seres humanos. En la eternidad, como religiosa y eufemísticamente se la proclama, no hay día siguiente, y mucho menos lectura de los diarios. Existe, sin embargo, lo póstumo, y también la posteridad, los últimos deseos y los testamentos pecuniarios o intelectuales, para asegurar lo que vendrá después, al día siguiente.

La última inocencia

Entre avisos fúnebre y epitafios aparece Pizarnik. A sus veinte años Alejandra publicó su segundo libro de poemas La última inocencia. Su cierre es un breve poema, titulado “Sólo un nombre”, que llama la atención dentro del conjunto no sólo por su forma, sino también por ofrecer, dentro de su propia obra, una respuesta relativamente definitiva a una cuestión como es la fijación del nombre propio. 

Sólo un nombre

Alejandra alejandra

debajo estoy yo

alejandra

Esta ya no es una lista de nombres como decide Alfonsina en sus avisos, sin embargo, en esa discontinuidad es posible leer aún el- los nombres.

Nombres y cuerpos resuenan en un brevísimo poema como éste, donde la verticalidad de su diagrama resalta la disimetría de lo que está arriba y de lo que está abajo. Alejandra se repite y donde se dice dos veces pareciera que no se dice ni siquiera una. La una está debajo, debajo de lo que no puede decir el nombre auto impuesto. Sólo un nombre es lo que queda de alguien cuando muere, su nombre en piedra. El lugar donde decimos nuestras súplicas y nuestros cantos y donde sólo el silencio del nombre responde. Aquí vivió alguien de quien no queda más que un nombre. La huella de ese duelo imposible, por la huella que retorna en un nombre, reducido al nivel del significante, sustantivo común, por el uso de la minúscula. No hay cruz negra, ni metáfora náutica sólo la seca piedra que marca un sitio debajo, donde estoy yo, o donde ya no estoy. “Las palabras no hacen el amor”, le contestaría Alejandra a Breton, mucho después, “hacen la ausencia”.

El sentido escapa, estalla y las palabras dicen lo que no dicen. Alejandra es “Sólo un nombre”, sin precisión, vuelto nombre común, degradado. Quizás también un desvarío, en el sentido de sí, buscar un yo, un yo que es otro, un yo que se sale de los propios bordes del cuerpo:

Escribir es “ese comenzar a cantar despacito en el desfiladero que reconduce hacia mi desconocida que soy, mi emigrante de sí”, dice la propia Pizarnik en el Infierno Musical.

El yo no se escribe, no se inscribe, no se constituye. El nombre ni siquiera es propio, aparece como huella y desaparece. Es un manoteo por alcanzar un yo, un nombre, un cuerpo, que no alcanza y se desparrama.

Referencias bibliográficas:

Camus, Albert: El mito de Sisifo, Alianza Buenos Aires 20112

Freud, Sigmund: Duelo y melancolía, Amorrortu, Buenos Aires 1987.

Alejandra Pizarnik:  La Última Inocencia y Las Aventuras Perdidas. Argentina, 1976. Ed. Botella al Mar

Jinkis, Jorge: Interpretación psicoanalítica del suicidio. Revista psicoanalítica. Conjetural. Buenos aires. Agosto, 1986, nº. 10

Kristeva, Julia:SoleilnoirDépression et mélancolie. Paris Gallimard, 1987

Malraux, André, La conditionhumaine, Gallimard, Paris 1933.

María Negroni: El testigo lúcido. La obra de sombra de Alejandra Pizarnik. Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2003,

Storni, Alfonsina: Antología Mayor, Hiperion, Buenos Aires, 1999

Autor/es:

Alicia Killner, APA

Descriptores: MELANCOLIA / SUICIDIO / ESCRITURA / POESIA / FEMINEIDAD / METAFORA

Directora: Mirta Goldstein de Vainstoc

Secretario: Jorge Catelli

Colaboradores: Claudia Amburgo

José Fischbein

ISSN: 2796-9576

Los descriptores han sido adjudicados mediante el uso del Tesauro de Psicoanálisis  de la Asociación Psicoanalítica Argentina

Presidenta: Dra. Claudia Lucía Borensztejn

Vice-Presidente: Dr. José Fischbein

Secretaria: Lic. Laura Escapa

Secretaria Científica: Dra. Rosa Mirta Goldstein de Vainstoc

Tesorero: Dr. Rafael Eduardo Safdie